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En el corazón de Chile, en las laderas del Valle Central, se alza Curicó, una ciudad que lleva un título peculiar: la “Ciudad de las Tortas”. Para un lector internacional, que desconoce la geografía y las particularidades de esta nación andina, la etiqueta podría sonar a una simple curiosidad gastronómica. Sin embargo, detrás de cada capa de hojarasca y manjar de la célebre torta curicana, se esconde una profunda y fascinante historia de progreso, conectividad y la vida cotidiana de un Chile que se construía sobre rieles de hierro.
Entre finales del siglo XIX y principios del XX, Chile se embarcó en una ambiciosa empresa: la construcción de una vasta red ferroviaria. No se trataba solo de unir puntos en un mapa; era un proyecto que redefiniría la columna vertebral del país, su economía y su tejido social. Desde las minas del norte hasta los campos del sur, el tren se convirtió en el gran articulador de un Estado en expansión. Era el medio de transporte por excelencia, un símbolo de progreso tecnológico y una ventana hacia la modernidad para comunidades que, hasta entonces, habían permanecido aisladas.
Las estaciones ferroviarias no eran meros puntos de tránsito; eran verdaderos centros neurálgicos. Llegaban a ser el corazón de las ciudades, donde la vida pulsaba con la llegada de cada tren. Eran puntos de intercambio de noticias, de comercio, de encuentro y de despedida. En estos nodos se erigían grandes bodegas y patios de maniobra, donde el trasiego de mercancías era incesante. Desde sacos de trigo y fardos de lana hasta animales vivos y maquinaria agrícola, todo se movía por tren. Las estaciones se transformaban en mercados improvisados, donde los productos locales se ofrecían a los viajeros, ávidos de un bocado o un recuerdo del lugar.
Curicó, por su estratégica posición en el fértil Valle Central, no fue una estación más en la línea troncal. Se convirtió en un punto de bifurcación vital, un auténtico hub logístico y comercial. Más allá de la línea principal que conectaba Santiago con el sur, de Curicó partían ramales que se adentraban en el interior agrícola y la costa. El más emblemático, el Ramal Curicó-Licantén, inaugurado por completo en 1920, es un testimonio de esta capilaridad ferroviaria. Este ramal serpenteaba hacia el noroeste, uniendo la próspera ciudad del valle con localidades costeras como Hualañé y Licantén.
Para las comunidades a lo largo de este ramal, el tren era su conexión vital con el mundo exterior. Permitió que los productos agrícolas y pesqueros de estas zonas —desde el trigo de los campos hasta el pescado fresco del Pacífico— llegaran eficientemente a los mercados urbanos de Curicó y más allá. A su vez, los habitantes de estas localidades dependían del tren para acceder a servicios, educación y bienes que no encontraban en sus pueblos. Era un cordón umbilical que, en una época de caminos precarios, significaba la diferencia entre el aislamiento y la integración.
En la estación de Curicó, esta confluencia de líneas y el constante flujo de trenes de carga y pasajeros creaban un ambiente de actividad incesante. Los trenes de la línea troncal hacían aquí una parada obligatoria, y de duración considerable, para abastecerse de agua y carbón, realizar cambios de locomotoras o permitir a los pasajeros estirar las piernas. Era el momento de un necesario “break” en un viaje que aún era largo y arduo.
Fue en este contexto vibrante y dinámico donde emergió una figura clave, una de las muchas emprendedoras que daban vida a las estaciones: doña Cristobalina Montero. En algún momento de la década de 1870, sus tortas de hojarasca, rellenas con el dulce manjar (dulce de leche), comenzaron a ganar adeptos. No eran simplemente un postre; eran el resultado de una tradición repostera arraigada en la cultura local.
La magia radicó en el encuentro de estas tortas con la demanda del ferrocarril. En los andenes de la estación de Curicó, se congregaban las “palomitas”: mujeres ataviadas con sus delantales blancos y canastos, que ofrecían a los viajeros una variada gama de productos. Entre sus mercancías había panes, huevos cocidos, otros dulces y, por supuesto, las tortas de doña Cristobalina. La señora Montero no solo era una de estas vendedoras, sino que su negocio prosperó de tal forma que sus tortas destacaron entre las demás, convirtiéndose eventualmente en el corazón de una pastelería de renombre.
La torta curicana, por su durabilidad y la satisfacción que brindaba, se convirtió en el tentempié predilecto para quienes cruzaban Chile en tren. La repetición de esta escena, viaje tras viaje, consolidó una asociación indisoluble: Curicó era la ciudad de las tortas. La fama se propagó de boca en boca, de vagón en vagón, elevando un producto local a la categoría de ícono gastronómico nacional.
Hoy, la época dorada del ferrocarril ha cedido su lugar a la modernidad. Los ramales, como el que unía Curicó con Licantén, han desaparecido, y los trenes de pasajeros ya no realizan esas extensas paradas que fomentaban el comercio local en las estaciones. El viaje por carretera ha tomado la posta, y la dinámica de las ciudades ha cambiado.
Sin embargo, el apodo de “Ciudad de las Tortas” no solo ha perdurado, sino que se ha consolidado como un elemento intrínseco de la identidad de Curicó. A pesar de que el tren ya no es el catalizador de antaño, la memoria colectiva y la fuerza de la tradición han mantenido viva esta asociación. La torta curicana sigue siendo un emblema, un producto que se busca y se regala, un sabor que condensa la historia de una ciudad que, en un momento crucial de su desarrollo, encontró en el ferrocarril el escenario perfecto para proyectar su más dulce secreto al resto del mundo.
El fenómeno de Curicó y sus tortas es, en esencia, un testimonio de cómo la infraestructura y el ingenio humano pueden entrelazarse para forjar una parte inalienable de la cultura y el patrimonio de un lugar. Es una narrativa sobre cómo un simple bocado puede encapsular la compleja historia de una nación en movimiento.